Por: Ivonne Castillo
En los últimos años, he notado con preocupación cómo muchas personas, ante una pérdida significativa, reciben de inmediato la recomendación de tomar antidepresivos. A veces ni siquiera los buscan: se los ofrecen amigos médicos “para que no se sientan tan mal”, la comadre buena onda, o ellos mismos los solicitan por impulso a un médico general. Lo hacen con "buena intención", pero sin comprender que no todo dolor debe ser medicado.
El duelo no es una enfermedad. Es una reacción natural, profunda y humana ante la pérdida de algo o alguien significativo. No es un trastorno que deba corregirse, sino un proceso que debe transitarse.
En algunos casos, el uso desordenado de fármacos puede provocar reacciones graves, como confusión, mayor ansiedad o pensamientos suicidas. Pero incluso cuando los efectos no son drásticos, los antidepresivos mal prescritos pueden adormecer el proceso natural del duelo, silenciar la tristeza que guía, desconectar a la persona de su propio corazón. Y eso, más allá de los efectos secundarios, impide una de las experiencias más poderosas que puede vivir el ser humano: el crecimiento después de la pérdida.
La tristeza que enseña
No es fácil ver la tristeza como una maestra, pero lo es. El duelo, cuando es acompañado con respeto y conciencia, no solo duele: transforma. Nos confronta con nuestras fragilidades, nos obliga a redibujar el mapa de la vida, nos enseña a mirar adentro, a soltar, a priorizar, a elegir con más verdad. Nos muestra qué es realmente esencial.
Bloquear este proceso con fármacos, sin necesidad clínica real, es como apagar el fuego que purifica. Puede doler, sí, pero ese fuego quema lo que ya no puede sostenerse y deja espacio para lo nuevo: nuevas formas de amar, nuevas formas de vivir, nuevas formas de ser.
El duelo bien vivido no nos deja iguales. Nos puede hacer más sabios, más humildes, más compasivos. A veces nos hace más espirituales, más humanos. Nos arranca del automatismo y nos devuelve a lo que somos en lo más profundo.
Pero si anestesiamos el proceso, si evitamos sentir, si acallamos el alma con químicos cada vez que grita, corremos el riesgo de sobrevivir al duelo sin transformarnos. Y eso es una gran pérdida.
Acompañar, no silenciar
Por supuesto, hay casos en los que los antidepresivos son necesarios: cuando el dolor se vuelve insoportable, cuando hay riesgo clínico, cuando lo indica un diagnóstico claro y una supervisión médica seria. Pero medicar sin discernimiento, por inercia o por comodidad, es peligroso. No porque los fármacos sean malos en sí, sino porque pueden privar a la persona del proceso que más necesita vivir.
En lugar de correr a silenciar el dolor, tal vez necesitamos aprender a estar. Acompañar. Escuchar. Sostener. Permitir que la tristeza haga su trabajo, porque si se le permite, la tristeza no solo duele: sana.
Y después de esa noche oscura, si el duelo se ha vivido con honestidad y verdad, la persona no solo sale: resurge. Más plena, más lúcida, más viva, más sabia.
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